
Era lo curioso. Sonreía de aquel mundo en donde sus compañeros parecían girar en una orbita lejana a la suya y en el cual tenia todo el tiempo disponible de conocerse a sí misma. Indagaba sobre sus gustos y proyecciones, buscando modos expresivos fuera de intercambios verbales. Ser ella y no ellos.
“Fue cuando aprendí a pintar”
Y muy bien. Me resulta imposible imaginarla sin ser rodeado de lienzos. Sin la suavidad con la que dibujaba cada objeto “dibujable” Es arte, no me quepa ninguna duda. Es ella representada en un paisaje o un retrato. Su sonrisa, sus llantos. De cierta forma también son sus compañeros, sus burlas a la extrañes de su peinado, a la forma como se dejaba caer sobre el jardín más cercano a la cafetería.
Y, entonces, cuando me contaba sobre ella y me enseñaba sus cuadros, me sentía al lado suyo: tirados y mirando el cielo opaco, pintándolo mentalmente mientras se disfraza el grito ajeno en ritmo inspirador. Y nunca supe a dónde iba porque siempre caía con parsimonia una lágrima de sus mejillas pálidas, golpeando el sweater y disminuyendo el arquear de sus labios. ¿Le gustaba lo que había sido y, por ende, lo que era? Siempre me quedó esa duda, y nunca pude comunicárselo.
Van dos años de su suicidio. Algunos amigos dicen que no pudo soportar la noticia del empeoramiento de su enfermedad, sin embargo, en mí se mantiene la duda de si en realidad esperó un momento así para graficar por completo que éste mundo no la merecía. Que las cosas seguìan girando fuera de ella y que lo mejor era buscarse, radicalmente, un entorno fuera de éste. Pintarse de otra manera.
Ana, desde dónde estés, siempre vas a estar en mi memoria.